Hugo Cabrera, Jefe de Proyectos Fundación Descúbreme
Desde hace algunos años, especialmente a partir del desarrollo de nuevas disciplinas del conocimiento, ha ido asentándose en nuestra sociedad la idea que “el lenguaje crea realidades”. La noción propone, entre otras, que la forma de llamar determinadas cosas, situaciones o realidades determina cómo las terminamos por percibir, apreciar y ponderar.
Por ejemplo, el término “emprendedor”, tan de moda en estos días, remite en principio sólo a la idea de una “persona que emprende algo”, pero al mismo tiempo conlleva una innegable connotación positiva que dota al sujeto señalado de valores como la iniciativa, el arrojo y la perseverancia. En contrapartida, términos como “pordiosero”, “mendigo” o “vagabundo” están cargadas de una connotación negativa, “creando” un sujeto depreciado con características de pasividad, dependencia y anormalidad.
Algo parecido sucede también en el ámbito de las discapacidades, sean físicas, sensoriales o cognitivas. En la actualidad aún es posible oír un anacrónico glosario de términos que se refiere a las personas con discapacidad como “lisiadas”, “minusválidas”, “anormales”, “retardadas” y “discapacitadas”.
Si se examina detenidamente la connotación de cada uno de estos términos no tardará en descubrirse que se trata de expresiones que enfatizan aspectos negativos, elementos faltantes o “fuera de norma”, aludiendo también a condiciones limitadoras, absolutizadoras y definitivas. “Minusválido” alude a aquella persona “menos válida”; “discapacitado” a una persona sin capacidad (en términos absolutos). No debiera extrañar que este lenguaje “cree” en el imaginario de la sociedad sujetos ante los que cabría resignación, indiferencia e, incluso, algo de lástima.
Pero, conforme hemos evolucionado como sociedad, hemos ido comprendiendo que todos somos iguales en dignidad y derechos, aunque diferentes en capacidades, y que una de las primeras formas de incluir a todos es haciendo “aparecer” en nuestro lenguaje dichas capacidades, habilidades y valores. Así, en un lenguaje inclusivo, decir “persona con discapacidad visual” en vez de “ciego” no es un eufemismo, sino una manera directa y convencida de connotar que se trata, primero, de una persona, de un ser humano, y que sólo posee una discapacidad sensorial (que no le impide percibir muchas otras cosas).
Incluso hay una diferencia entre hablar de “discapacitado” y de “persona con discapacidad”. La primera expresión es “absolutizadora”, negadora de capacidades. La segunda en cambio, junto con relevar la humanidad de la persona, sitúa a la discapacidad como una característica más, entre muchas otras.
Incluso hay quienes van más allá con un lenguaje cuidadoso de las formas aludiendo a las personas con discapacidad como “con capacidades diferentes”. Sin estar necesariamente de acuerdo con esto último, es rescatable aquí el énfasis en la posesión de habilidades y capacidades de estas personas, por sobre elementos faltantes o limitados.
En suma, es con este tipo de expresiones con las que contribuimos a recordar que estamos ante personas dignas, con capacidades y sueños, y ávidas de vivir, desarrollarse y ser felices, como cualquier otra. Con todo, queda mucho por avanzar en un lenguaje que nos permita ver y “crear nuevas personas”, apreciándolas en su valor y diferencia. Todos estamos desafiados a sumarnos al poder generador y, sobre todo, inclusivo de nuestro lenguaje, del cual, al fin y al cabo, todos somos creadores.