Mauricio López*
Identificar las barreras para avanzar hacia un sistema educativo que promueva el desarrollo, aprendizaje y la participación de todos los niños y niñas, independientes de sus características personales y sociales, es un imperativo para nuestra sociedad.
Para hablar de inclusión educativa es preciso hablar de exclusión y preguntarnos quiénes están siendo excluidos de las oportunidades de aprender y desarrollarse en nuestra sociedad. Una de las razones para encarar el problema de la inequidad educativa mediante el marco de la inclusión es que invita a comprender y actuar sobre las distintas formas de exclusión desde un enfoque y un lenguaje común. Por ello, uno de los retos por delante es desarrollar dicho lenguaje común para comprender de manera integrada y sistémica las barreras que debemos superar.
Son varios los documentos y estudios que se han realizado en nuestro país y que coinciden en la identificación de barreras para avanzar hacia un sistema educativo que promueva el desarrollo, el aprendizaje y la participación de todos los niños y niñas, independiente de sus características personales y sociales. He aquí algunas.
En primer lugar, es urgente superar el enfoque “médico-rehabilitador” que enfatiza las categorías diagnósticas y las dificultades para avanzar hacia un enfoque social interactivo que ponga el foco en los apoyos que necesitan las personas para aprender, al mismo tiempo que se refuerzan los recursos que ya poseen. El lenguaje de la inclusión ha tenido poco desarrollo en nuestro país, por lo que prevalecen aún concepciones y prácticas basadas en trastornos y tratamientos que requieren la intervención de profesionales especialistas en patologías, que actuarán “remedialmente” con niños identificados como portadores de un problema.
Por otra parte, las políticas orientadas a apoyar a los diferentes grupos de estudiantes que se reconocen como vulnerables a la exclusión -proyectos de integración, Ley SEP, educación intercultural -están desarticuladas entre sí, lo que se traduce muchas veces en la desconexión y desconocimiento mutuo de equipos o profesionales que intervienen. Lo que sabemos es que todavía los profesores o profesionales de apoyo son considerados como visitas extrañas y no como parte del equipo docente de cada escuela. Parece ser que esta fragmentación ha venido a reforzar la delegación de la responsabilidad casi única en estos profesionales, empobreciendo la corresponsabilidad.
Cabe preguntarse también si normas legales, como el Decreto 170, efectivamente constituyen un avance hacia una educación más inclusiva. Aunque su propósito parece bien inspirado, en la práctica su implementación plantea una serie de trabas y límites, entre otras razones, porque pone el acento en la subvención económica individual asociada al diagnóstico y delimita en exceso las responsabilidades de los profesionales que apoyarán los procesos de aprendizaje de los estudiantes.
Otro aspecto que resulta crítico es la ausencia de una cultura de cooperación en muchas de nuestras escuelas. Es fundamental que se constituya en un valor y un principio compartido por la comunidad que oriente las prácticas pedagógicas y que las políticas favorezcan activamente. Esto es extremadamente complejo en un contexto donde durante años se ha impuesto la competencia -entre estudiantes, entre profesores, entre escuelas- como la lógica fundamental de mejora y progreso del sistema educativo en su conjunto.
Por último, el respeto a los derechos humanos y a los derechos del niño es un gran tema pendiente en nuestro país. El contexto del sistema educativo y las políticas desarrolladas los últimos años para atender y responder a la diversidad aún no se ajustan a una perspectiva de derechos, cuestión en la que se echa de menos una acción decidida por parte del Estado.
A partir de todo lo anterior urge abordar múltiples desafíos. Entre otros, es preciso discutir sobre el currículo, la evaluación, la formación de profesores, los nuevos roles que se exigen para los profesionales de apoyo, las modalidades de apoyo que requieren no solo los estudiantes sino también los profesores, el financiamiento de las escuelas. Estos desafíos pueden ser resumidos en la idea de la necesidad de un cambio cultural profundo en concepciones, prácticas y políticas.
Pero también es necesario conocer experiencias y formas de trabajo que están dando buenos resultados en otros países. Esto puede aportar inspiración y, por qué no, esperanza a la tarea de transformar nuestras escuelas. Creer en la transformación de nuestra realidad y, por tanto, dejar de lado el fatalismo es tan necesario como liberador, tal como nos recuerdan las palabras de Paulo Freire: “La afirmación de que ‘las cosas son así porque no pueden ser de otra manera’ es odiosamente fatalista y uno de los muchos medios con los que los dominantes intentan abortar la resistencia de los dominados”.
* Mauricio López es doctor en psicología de la Universidad de Madrid (España), coordinador del Magíster de Psicología Educacional de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, e investigador responsable del Proyecto Fondecyt “Inclusión educativa en Chile”.