Penélope Johnson, es la única persona certificada en metodología ABA en Chile. En esta columna comparte su experiencia como madre de un hijo diagnosticado con Trastornos del Espectro Autista, sus avances y la importancia del amor y compromiso familiar.
Un día, con mi familia y amigos, almorzábamos en un restaurante cuando, de repente, se acercó un hombre mayor, y empezó a gritarle a uno de mis hijos. “Eres el niño más malcriado que he visto nunca. Tu pobre madre debería estar avergonzada de ti”. El hombre se dio la vuelta y se fue tan rápido como había llegado. Me quedé atónita, congelada, sin poder reaccionar. Ese niño al que se refería era mi hijo, Sam, de 12 años y es autista. No entendí la ira de este hombre. Mi hijo no se estaba portando mal. No estaba gritando, no saltaba en su silla, ni tiraba comida por el restaurante. ¿Por qué en una mesa de 8 niños, se centró en Sami? Y mi respuesta fue: porque es diferente. Y como a muchas personas, lo desconocido asusta.
Como madre de un niño con autismo, considero que una de mis misiones en la vida es de educar a los demás respecto a lo que es el autismo. Y con la situación en el restaurante, está claro que aún queda mucho trabajo por delante. Con mi relato, quisiera compartir la historia de Sami y transmitirles la alegría, amor y orgullo que sentimos por nuestro hijo, aunque siga habiendo gente que no entiende que el ser diferente no significa ser menos o peor – solo es diferente.
El día que nació Sami fue uno de los más felices de mi vida. Pusieron en mis brazos a un bebe gritón y calvo que tenía diez deditos en sus manos y diez deditos en sus pies y después de una cesaría pensé que lo peor ya había pasado.
Sami tuvo una infancia normal, siguiendo los mismos hitos que su hermano mayor. Me preocupé por primera vez a los 16 meses cuando pensé que podía tener problemas auditivos. Estaba sentada en el sofá mientras él bailaba delante mío y lo llamé por su nombre “Sami”. No respondió, no se dio la vuelta, no me contestó. “Sami” dije de nuevo y otra vez. Seguía sin responder, como si no me escuchara. Me extrañé, pero antes de que pudiera pedir una hora con un especialista, observé como al comenzar sus dibujos animados favoritos en la televisión, los Teletubbies, venía corriendo cuando escuchaba la música. Claramente no estaba sordo y me auto-convencí de que no pasaba nada raro.
Al pasar los meses, me fijé que Sami no tenía mucho vocabulario. A los 18 meses decía “mamá” y “no”. En esa época, yo trabajaba en una multinacional y mi trabajo tenía horarios muy largos y viajaba mucho. No pasaba mucho tiempo en casa, y esto me atormenta hasta el día de hoy y me pregunto si al haber pasado más tiempo en casa, me habría dado cuenta antes de que su desarrollo no seguía el patrón típico.
Cuando Sami tenía 2 años, mi marido se cambió de trabajo y nos mudamos. Aproveché ese cambio para dejar mi trabajo y dedicarme a mis hijos. A las pocas semanas de estar en casa 24 horas, me quedó claro de que algo estaba mal. Al comentar mis preocupaciones con mi marido, amigos o conocidos, me respondían: “es un niño, los niños desarrollan el lenguaje más tarde”, o “no le compares con tu otro hijo, cada niño es diferente” o “tiene dos idiomas en casa, eso le puede confundir y retrasar el lenguaje”.
Pero el instinto maternal es infalible y gracias al apoyo emocional de mi madre y de mi hermana, hice caso a mi conciencia y lo llevé a varios médicos. Me recomendaron operarle los oídos porque tenía mucho líquido acumulado, que quizás le impedía el desarrollo del lenguaje. Empezamos también con terapia de fonoaudiología, pero yo no veía resultados. Finalmente, alguien me recomendó llevarle a un psicólogo quien le diagnóstico con un trastorno general de desarrollo, con síntomas de autismo.
Cuando hablo con otras madres sobre el día que conocieron el diagnóstico de sus hijos, me cuentan que fue como si les hubiera caído el mundo encima. No a mí. Creo que es porque ya llevaba casi un año sospechando que algo no andaba bien y si mi reacción tuvo algo de enfado fue porque no había actuado antes sobre mis dudas y porque nadie quiso señalarme la dirección correcta para tomar la iniciativa y ayudar a mi hijo.
Desde el momento en que nos dieron el diagnóstico, ya no había más que marchar hacia adelante. No más excusas. El psicólogo me dijo que ABA (Applied Behaviour Analysis) era el mejor tratamiento, pero que había poca gente preparada y nuestro convenio de salud no lo cubría. Se ofreció a entrenarme y mandar una supervisión mensual. Mi entrenamiento consistió en 10 horas en una consultoría y me dieron un plan para trabajar con Sami todos los días por 2 horas. También me recomendaron inscribirle en un jardín de infancia típico para que pudiera rodearse de sus pares.
El programa de ABA que me dieron consistía en imitar, seguir instrucciones básicas, aprender a jugar con juguetes y usar objetos de uso diario, pero cuando Sami cogió un martillo e intento cepillarse el pelo, me di cuenta de la gravedad de la situación. Él no observaba ni aprendía de su contexto o su entorno como lo haría cualquier niño típico. El sistema de aprendizaje clásico no le iba a servir de nada. En el jardín no le fue bien. Lloraba mucho, no quería ir al baño, solo usaba pañal, y la profesora se cansó de darle tanta atención. Me sugirieron encontrar otro jardín que le pudiera ofrecer más recursos.
Aparte de no hablar, de no comprender, de llorar en el jardín y de no controlar el esfínter, Sami era muy selectivo con la comida (sólo purés) y no dormía bien durante la noche (se despertaba múltiples veces para meterse en la cama conmigo). Todos estos factores contribuyeron a elevar el nivel de agotamiento y estrés en mí y en toda la familia.
Al cumplir 4 años, cuando Sami se preparaba para entrar en el sistema escolar público, nos dieron el diagnostico oficial de espectro autista. En este momento, mi marido tuvo un cambio profundo y en vez de negar que Sami tenía un problema, se convirtió en su mejor defensor y embajador del autismo. En su trabajo, daba charlas sobre el autismo, su empresa DHL Express fue el mayor patrocinador de Autism Speaks en varias ciudades de EEUU y lo primero de lo que hablaba cuando conocía a gente nueva, era mencionar a su hijo con autismo con orgullo. Nuestro hijo mayor (6 años) empezó a participar en las sesiones de terapia de Sami, obligándole a pedir juguetes antes de dárselos, pidiendo que lo mirara a los ojos, y dándole mucho cariño e incluyéndolo en sus juegos con sus amigos.
El compromiso de toda la familia fue fundamental en los avances de Sami. Nadie lo dejaba “escaparse” con el llanto cuando quería algo y tenía que cumplir con sus tareas en casa como llevar su plato sucio a la cocina u ordenar su cuarto. En el supermercado, cuando se tiraba al suelo porque quería un juguete de Spiderman o unas papas fritas, nadie se los daba. Simplemente lo ignorábamos y al rato se levantaba y nos seguía. No fue fácil. Hubo momentos en que sabías que cientos de personas te estaban mirando pensando “qué mala madre”, “qué mal se porta ese niño”, pero desarrollamos una tez dura y resistente a las críticas. En cuanto hubo esa constancia de toda la familia, las conductas de Sami mejoraron e empezó a hablar con frases más completas.
Un ejemplo de la “terapia” para pedir una galleta:
Sami: “Galleta”
yo: “Qui…”
Sami: “Quiero una galleta”
yo: “M.”
Sami: “Mama, quiero una galleta’
Yo: “Por…”
Sami: “Por favor”
Yo: “Dímelo todo
Sami: “Mama, quiero una galleta por favor”
Yo: “Ah, quieres una galleta. Y ¿cuál quieres?”
Sami: “Esa- señalando con el dedo”
Yo: ¿Cuál?
Sami: La galleta de chocolate
yo: “¿Y la quieres en un plato o en una servilleta?
Sami: “un plato”
Yo: “tráeme el plato cuando termines”.
Sami: … (No responde)
Yo: “Qué vas a hacer cuando termines?”
Sami: “Traer el plato”
Yo: “Toma la galleta”
Estos eran (y siguen siendo) los círculos de comunicación con Sami. Lo hace mi marido, sus hermanos (ahora tiene 3), sus abuelas y sus primos. El pobre tiene que trabajar para lograr cualquier cosa. Al principio fue un gran esfuerzo y sí, hubiera sido mucho más fácil entregarle la galleta cuando lo pedía, pero cada vez que lograba un avance, le agregábamos un paso más de complejidad.
Sami fue muy hiperactivo de pequeño. Se subía a los armarios de la cocina, intentaba escaparse subiendo la cerca del jardín, y saltaba constantemente en todos los muebles. Algunos profesores nos sugirieron medicamentos. Yo entiendo que esto es una decisión muy personal, pero nosotros nos negamos. En vez de medicamentos, lo inscribimos en actividades deportivas, le compramos una cama elástica y comenzó con natación, tenis, esquí y gimnasia artística. Tan bien le fue que, con 8 años, ganó medalla de oro y plata en las Olimpiadas Especiales regionales en el estado de Florida, EEUU. ¡Es nuestro pequeño campeón!
Alrededor de los 7 años, comenzó a ir a un colegio con fuerte inclinación artística. Sami pasaba horas dibujando, enfocándose en la tarea y sin esa hiperactividad. Con eso nos dimos cuenta que era perfectamente capaz de mantenerse sentado y prestar atención a una actividad que le interesara. Pero el arte no solo fue una actividad de ocio, Sami encontró su “voz” con el arte. A los pocos días apareció a mi lado con una hoja. “¿Qué tienes allí, Sami?” le pregunté. En realidad, no esperaba una respuesta. Pero me sorprendí cuando él me contestó, “es Sami. Miedo. Diente suelto. Sangre en la almohada y en la toalla. ¡Tira el diente!” y abrió la boca para mostrarme su diente suelto. Creo que, hasta ese día, Sami nunca había juntado tantas palabras ni se había comunicado tan claramente al menos de ser porque quería obtener algo. En este caso, estaba compartiendo sus emociones conmigo. Y me di cuenta que la ayuda visual, su dibujo, es lo que le permitía organizar sus pensamientos y transmitirlos.
Hoy Sami tiene 12 años. Habla, lee, escribe y sabe sumar y restar. Hace su cama, pasa la aspiradora, saca la basura y el reciclaje a la calle. Se tapa los oídos cuando cantamos cumpleaños feliz en español (cosa que no hace en inglés), y sopla las velas de la torta aun cuando no le corresponde. Le gusta mucho ir al cine y comer palomitas. Adora a sus tres hermanos y disfruta estar en familia, aunque se mantiene al margen de las actividades. Sabe andar en bicicleta, jugar al Xbox y encontrar sus videos favoritos en el iPad – estos videos los escucha en idiomas diferentes (desde chino hasta español, pasando por el inglés y el alemán). Por las mañanas, prepara su sándwich y su leche con Nesquik. Hace compras online en iTunes y en Amazon.com – elige lo que quiere y hasta nos ha quitado la tarjeta de crédito, a escondidas, para completar sus compras de varios miles de dólares – gracias a Dios, Amazon.com y iTunes, fueron bien amables y comprensivos de cancelar las compras y devolver el dinero en la tarjeta de crédito–. ¡Ufff!
Pero Sami es más que una colección de habilidades. Es un niño que no tiene malicia. Su risa es el sonido más bonito del mundo, lleno de pura alegría y amor. Sus abrazos y besos son espontáneos y sinceros. Sus ojos brillan con inteligencia y humor. Ama a sus padres y a sus hermanos con todo su corazón. Su perrita es su mejor amiga y se tumba con ella en el suelo para acariciarla y abrazarla.
Nunca pensé que Sami iba a ser tan independiente, pero le sigo exigiendo y teniendo expectativas de que algún día lo sea aún más -que conduzca, que vaya a la universidad, que viva de manera independiente, de que se case y tenga una familia-. Si su padre y yo no podemos soñar y empujarle a llegar más allá, nadie más lo va a hacer. A todos aquellos que nos dicen que cualquier de estas cosas no van a ser posibles, les eliminamos inmediatamente de nuestro entorno, sólo nos interesa la gente positiva y con determinación.
Dicen que la vida no es un destino si no el viaje. Mi marido y yo nos consideramos muy afortunados y bendecidos por tener a Sami en nuestra vida. Él nos ha cambiado a nosotros y sólo para bien. Nos ha enseñado a abrir el corazón, a ser tolerantes, a enfocarnos menos en los bienes materiales y más en agradecer los detalles pequeños de la vida: unas palabras, una sonrisa, una mirada cómplice. A pesar de las dificultades y los momentos de duda del día a día (que los hay y mucho), nuestra familia está más unida y más fuerte gracias a Sami. Nuestros hijos tienen una mente abierta y un corazón más grande por tener un hermano como él. En las palabras de mi hijo mayor “No todos tienen la suerte de tener un hermano como Sami”.
Con mi marido solíamos pensar la suerte que tenía Sami por haber nacido en una familia que le da amor, lo empuja a superarse y que cuenta con los recursos necesarios. Pensábamos en todos los niños que por el azar de la vida no han tenido la suerte de nacer en una familia como la nuestra. Ahora pensamos diferente, después de todo lo que hemos pasado y de lo que hemos cambiado, nos queda muy claro que la bendición es realmente para todo el entorno familiar. Sami es simplemente nuestra bendición.
Las opiniones expresadas en esta sección buscan ampliar las miradas sobre los temas de inclusión, diversidad funcional y discapacidad cognitiva. Estas opiniones son de responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento de Fundación Descúbreme.